Nadie está preparado para que de un día a otro, su vida se convierta en una pesadilla.
Eso fue lo que le pasó a Javier (nombre ficticio para proteger su identidad).
Un hombre trabajador, padre de familia, con una vida sin manchas… hasta que lo acusaron, falsamente, de un delito sexual.
Una venganza.
Eso fue.
Una acusación alimentada por el odio, la frustración y el deseo de destruirlo.
Y lo peor: la Fiscalía le creyó.
Las pruebas periciales parecían contundentes. Informes técnicos, supuestamente irrefutables, que lo pintaban como culpable.
Y así comenzó una batalla de vida o muerte legal.
Entonces Javier nos buscó.
Nos confió su historia. Y, más importante aún, nos entregó su confianza.
No lo íbamos a defraudar.
Durante semanas, nuestro equipo trabajó sin descanso.
Horas y horas analizando cada documento, cada palabra de los peritajes.
Nos sentamos con peritos de renombre. Les hicimos preguntas, cruzamos información, buscamos contradicciones.
Lo que encontramos fue escandaloso: errores técnicos, suposiciones disfrazadas de ciencia, conclusiones sin sustento.
Y llegó el juicio.
Recuerdo el silencio de la sala mientras contrainterrogábamos al perito estrella de la Fiscalía.
Su voz tembló.
Le hicimos repetir lo que había dicho.
Y luego le mostramos en pantalla su propio informe, lleno de inconsistencias.
Otro perito intentó sostener su versión, pero una sola pregunta bastó para hacerlo tropezar.
Uno a uno, sus testimonios se vinieron abajo.
No fue suerte.
Fue preparación.
Fue estrategia.
Fue obsesión por la verdad.
Días después, el juez emitió su fallo: sentencia absolutoria.
Javier salió del tribunal con lágrimas en los ojos.
Volvía a ser un hombre libre. Volvía a tener futuro.
Esta historia no es solo un caso más para nosotros.
Es una prueba de que la justicia no se defiende sola.
Necesita manos firmes. Cerebros fríos. Corazones valientes.
En este despacho, no peleamos por casos.
Peleamos por vidas.