Eso fue lo que le dijeron a Mario. No su esposa. No sus amigos.
Se lo dijo el “abogado” al que acudió primero.
Ese que tiene su despacho en una oficina de lujo pero que cobra por adelantado y te deja en visto cuando preguntas cómo va tu caso.
El fraude fue simple. Un negocio que parecía confiable, con oficinas bien montadas, contratos bien hechos y promesas demasiado buenas para ser mentira.
Pero lo eran.
Mario invirtió $1,200,000 pesos en un “negocio seguro” con un rendimiento del 30% en seis meses. Todo respaldado con documentos, abogados y una fachada impecable.
A los cuatro meses, los pagos dejaron de llegar.
A los cinco, la empresa cerró.
A los seis, el socio principal desapareció.
Y entonces, Mario fue con ese abogado que, con cara de sabérselas todas, le dijo:
— No hay nada que hacer. Ese dinero ya lo perdiste.
Pero Mario no se rindió.
Nos encontró, vino a nuestro despacho y nos contó su historia.
— Te voy a ser honesto —le dijimos—. No es fácil. Pero estos tipos no son tan listos como creen.
Y no lo eran.
Rastreamos a los involucrados. Encontramos sus otros negocios. Sus cuentas. Su historial de fraudes.
Los presionamos donde más les dolía: legalmente, pero con inteligencia.
Denunciamos con pruebas sólidas. Movimos las piezas correctas.
Y cuando les hicimos ver que la cárcel era una posibilidad real…
Milagrosamente apareció el dinero.
No todo, claro. Siempre hay algo que se pierde.
Pero Mario recuperó el 80% de su inversión.
¿La lección?
- Si alguien te dice “no se puede”, pregúntate si es verdad… o si simplemente no sabe cómo hacerlo.
- Cuando el fraude parece perfecto, es porque aún no ha llegado el abogado adecuado.
Si has pasado por algo parecido, háblanos.
No prometemos milagros.
Prometemos estrategia.
Y eso, créenos, hace toda la diferencia.
